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jueves, octubre 20, 2005

Noreste de Albania. Julio-1998

Hasta ese momento el nombre de Albania y el de Tropoja me habían traido a la memoria las imágenes, todavía recientes, de los edificios de ventanas ciegas de Bosnia, el cielo gris y plomizo del horror y las casas ardiendo estoicamente a lo lejos en medio de un paisaje de nubarrones azul oscuro siempre amenazantes.
Ahora los refugiados comenzaban a llegar desde Kosovo al norte de Albania; otro escenario, otros personajes pero la misma tragedia. Bosnia me había fascinado pero nunca llegué a conocer de cerca a los protagonistas; con Kosovo no ocurriría lo mismo.
Llegar hasta allí me costó todos mis ahorros de estudiante, un par de broncas, la incomprensión familiar y dominar el miedo en el cuerpo. Era mi primera guerra; no tenía en absoluto experiencia y sólo contaba con el bagaje de una frase de Manuel Leguineche cuando le conocí en Madrid: "hay que tirarse a la piscina vestido si hace falta", mojarse hasta las cejas; irse en solitario a la zona más conflictiva de Albania creo que estaba a la altura.
En el aeropuerto de Atenas me esperaba la conexión con el avión hacia Tirana; en el vestíbulo de embarque, una vez facturadas las maletas, apostaba todavía por irme o quedarme. También recordaba las imágenes de la película "L'America" en la que un par de italianos se meten en Albania y, además de jugarse la vida, salen desplumados en uno de los barcos atestados de refugiados albaneses que atracan en cualquier parte de la costa italiana. Ir o no ir; si no iba esta vez, en el abismo de lo desconocido, jamás me volvería a atrever. Cogí el billete y subí al avión. Albania, la puerta de atrás del trastero de Europa, me tragó definitivamente.