La situación de los albaneses que habían cruzado la frontera de Yugoeslavia con Albania era similar una a otra. Era 1998, la OTAN bombardearía el país de Milosevic al año siguiente y la guerrilla de la UÇK ya sería fuerte, pero en aquel año 98 los refugiados eran unos parias que habían tenido que pasar a través de las montañas, de noche, con frío, con los niños a hombros. Horas y horas de andar por caminos que no sabían bien si los conducían a un destino incierto en Albania o al matadero a manos del ejército y la policía del Régimen ultranacionalista de Slobodan.
La hospitalidad albanesa es legendaria, pero en el país que estalló en pedazos hacía sólo un año y que estaba casi en quiebra absoluta, la generosidad se escribía con minúsculas. Los refugiados, mujeres con niños y unos pocos hombres, ocupaban unas habitaciones en un bloque desvencijado de ventanas sin cristales y paredes de papel de fumar. Era verano pero la llegada del invierno los amenazaba con llevarlos casi a la congelación. Aquí, en la puerta de atrás de Europa, la solidaridad internacional era un pariente desaparecido.
No tenían luz, no tenían agua y apenas dinero como para sobrevivir día tras día. Los pocos jóvenes que habían pasado con ellos estaban formando guerrillas del Ejército de Liberación de Kosovo. Jóvenes que compraban kalashnikovs viejos con la duda de si serían más efectivos en contra de las autoridades represivas yugoeslavas o contra ellos mismos. Recuerdo que en la guerra civil española, Orwell en su Homenaje a Cataluña decía que conoció un tipo de granadas que eran imparciales pues nunca se sabía si estallarían al enemigo o al propio que las lanzaba.
lunes, noviembre 07, 2005
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