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viernes, octubre 28, 2005

Los refugiados albanokosovares

La llegada a Tropoja, a escasos seis kilómetros de la frontera con la provincia yugoeslava de Kosovo, fue un shock. Caía la noche y, cuando se retiraron los mercaderes de armas, los disparos arreciaban rasgando las siluetas de las montañas en la oscuridad. Dos monjas me dieron albergue en su pequeño ambulatorio; son dos de las personas con más valor que he conocido: solas, en un lugar difícil de encontrar incluso en un mapa, con milicianos entre la desesperación y el sueño romántico de reconquistar su provincia, apenas sin agua y con una gota de electricidad nocturna.
Al llegar, mi mentalidad prepotente de venir de país desarrollado me impulsó a hacer la primera llamada. Para decepción de una de las monjas, no fue al periódico (no trabajaba para ninguno, era free-lance total) sino a mi novia. El locutorio de Tropoja estaba instalado en un edificio semi-abandonado con una de esas centralitas que ambientarían perfectamente una película de la Segunda… o tal vez de la Primera Guerra Mundial, con montones de cables aislados en tela negra y clavijas que cuelgan desde un escritorio de madera. Pedí conferencia con España, me metí en una de las cabinas y lo conseguí a la primera. No era consciente de mi suerte; desde hacía dos días que era imposible una comunicación con el exterior. Bromeando le dije a la monja italiana que Dios estaba conmigo. Y así debía ser, pues en una semana no me ocurrió nada desagradable si exceptuamos el intenso calor del día y una diarrea mayúscula en el viaje de regreso.

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