Es imposible evitar la emoción de cruzar fronteras, de traspasar límites, de ver cómo un paisaje humano cambia de repente, cambia de lengua, de costumbres, incluso de aspecto. Si cruzas la frontera con un territorio en guerra la emoción se transforma en escalofrío; siempre se sabe cuando entras, nunca si podrás salir o cómo saldrás; es una puerta que se cierra a tus espaldas con la incertidumbre de si, desde el otro lado, la podrás abrir.
Países en los que escasean las guías de viaje y de los que sólo recibes noticias inquietantes, peligrosas, que se extienden como un misterio pues sólo hablan de números de muertos, de desaparecidos o de refugiados; hablan de situaciones desesperadas y de emboscadas en cada recodo del camino.
Con un intenso escalofrío sentía la piel cuando tomé rumbo a la frontera albano-yugoeslava por su parte más conflictiva: Tropoja. "No vayas, mucho peligro" me decían incluso los propios albaneses que, evidentemente, desconfiaban de lo que en aquella remota región estaba sucediendo. Después me ocurriría lo mismo con cada frontera que he cruzado rumbo al abismo, con la guerra, con Territorio Comanche, como lo bautizó Arturo Pérez Reverte, en una descripción de cristales rotos, pasos inquietos y francotiradores invisibles ocultos bajo edificios ennegrecidos por el humo del fuego del odio.
Recuerdo el periplo hasta Tropoja igual que cuando salí por la frontera de Gaza con Israel, con muros de hormigón y alambradas; igual que la oscuridad de la noche en el Kurdistán turco o la negra entrada en Iraq, país sin ley que traga a sus visitantes como monigotes indefensos en la oscuridad de la carretera de Amman a Bagdad cuando cruzas la frontera de noche cerrada.
lunes, octubre 24, 2005
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